sábado, 5 de enero de 2008

Fumar, nuevo crimen en Chile

Lo natural es que los dueños de centros comerciales y restaurantes ofrezcan sus servicios, con o sin humo, y que las personas elijan. Si no les gusta que fumen, se van al local del lado.

La manera correcta y respetuosa de combatir el tabaquismo es la información veraz, la educación familiar, las campañas inteligentes de salud y todo lo que sirva a la gente para que tome libremente sus decisiones. Las medidas de fuerza, como las aprobadas por los socialistas de todos los partidos, son totalitarias, costosas, corruptoras, antiemprendimiento, pro crimen e ineficaces. Ningún político tiene derecho a reprimir a los ciudadanos y menos porque fumen. Es algo propio de dictaduras y no de sociedades respetuosas con las personas. ¿Vamos a prohibir el huevo con tocino o jamón por sus efectos perniciosos para la salud? El neosocialismo, me imagino, no consistirá en llegar a tarjetas de racionamiento que fijen la dieta para la buena salud.

Con los niños y jóvenes lo que sirve es la formación y no el prohibicionismo que es más bien una invitación a ser adultos prematuros, violándolo.

Muchos pequeños negocios, como restaurantes o sitios nocturnos, van a quebrar por estar situados en centros comerciales o porque se les exigen inversiones no financiables. El grande, cero problema; el que paga el pato, como siempre, es el chico.

El control de estas leyes inútiles requiere inspectores y carabineros. Para financiar los primeros, nos subirán los impuestos. Si usan los segundos, éstos tendrán que dejar de perseguir a los verdaderos delincuentes, aumentando el crimen, lo que ya ocurre, en parte, porque se dedican a otro delito inventado, como es el ligado a las drogas, las que, por milenios, convivieron sin problemas con los seres humanos. Si todas estas inutilidades se suprimieran, se reduciría la delincuencia, como ocurrió cuando se derogó la ley seca que prohibía el consumo de licor.

Las prohibiciones de venta de tabaco cerca de los colegios se burlarán y surgirán arreglos corruptores con los inspectores. Es un clásico, pero no por nuestros inteligentes políticos, quienes tampoco ven que la prohibición de vender cigarrillos sueltos castiga a los más pobres. Muchos pequeños empresarios pasarán a la clandestinidad, que es lo típico del exceso de regulaciones.

Lo natural es que los dueños de centros comerciales y restaurantes ofrezcan sus servicios, con o sin humo, y que las personas elijan. Si no les gusta que fumen, se van al local del lado. Y en relación con los acompañantes menores, eso es asunto de los padres.

En mi colegio de curas conservadores había un rincón del patio donde los adultos no se metían. Era el lugar, junto con los baños, donde unos pocos fumaban. ¿Habría que facultar a los carabineros para que irrumpan en los baños? Era como en la universidad, donde el concesionario del casino vendía licor, pero sólo a los iniciados y dirigentes.

Muchos espectáculos se resentirán por la desaparición de los auspicios tabacaleros. ¿Y quién pagará? Bueno, los que gustan del deporte y de la cultura.

El costo de estas leyes inútiles debiera descontarse de los sueldos de los parlamentarios y, muy especial, de los médicos, que –como me decía uno de ellos– piensan con el corazón y no con la cabeza. Y cuando estas leyes fracasen, espero que no propongan la pena de muerte para los fumadores.
Nuestra tendencia a regularlo todo termina con la libertad, el desarrollo y reduce el ingreso, en especial de los pobres. Lo del tabaco es sólo un paso más, que sigue a la represión educacional, comercial, ambiental, de la salud, del emprendimiento, de la construcción, del transporte y de cuanto hay.

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