Los socialistas no consiguen el desarrollo económico y social porque no entienden que el progreso lo logran las personas interactuando en un ambiente de libertad y de respeto por la propiedad, los contratos y la palabra empeñada.
Cada persona tiene sus capacidades y habilidades obtenidas de variadas formas. Estos individuos creando, produciendo, trabajando e intercambiando consiguen ingresos, pero sólo si, a su vez, satisfacen las necesidades de los demás. Al trabajador no lo contratan por sus lindos ojos, sino porque hace un aporte a la producción. Y el empresario más sinvergüenza no conseguirá utilidades si su producción no es demandada por los consumidores. Si éste repudia el servicio, por mala calidad o precio alto, el capitalista saldrá del mercado desplazado por la competencia.
La competencia es cada vez más intensa, en especial por la globalización, y significa precios más bajos, mejor calidad, desarrollo, empleos y aumento del bienestar. Genera progreso técnico y mayor productividad, con el consiguiente aumento de las remuneraciones y la reducción de la pobreza. Todo esto sin que el Estado se meta, excepto en hacer respetar las leyes. Las habilidades y el conocimiento lo tienen los individuos, y sólo se podrán aprovechar "socialmente" si se les deja interactuar con libertad en los llamados mercados, que no son algo cruel, frío, misterioso, determinista ni impersonal, como creen muchos políticos, intelectuales y hombres de Iglesia, sino las propias personas que, al intercambiar de todo, generan los precios. Estos son pura información para consumidores, productores, comerciantes y trabajadores, información que se pierde cuando las autoridades, desde presidentes elegidos a monarcas absolutos, pasando por variados dictadores, intervienen fijándolos, con regulaciones, impuestos, aranceles, regalos a grupos de interés o prohibiciones, siempre con muy nobles propósitos, en la ilusión de proteger a desvalidos o guiar a personas que consideran como incapaces o menores de edad.
Así, los precios se distorsionan y los recursos escasos, comenzando por las personas, se asignan mal y las sociedades dejan de crecer, llegando, en el extremo, a modalidades tribales o primitivas, con la pobreza consiguiente. Los gobernantes, por más sabios que sean, nunca lograrán juntar en una oficina central la información y el conocimiento dispersos en millones de individuos y por eso la planificación central falla siempre.
La dinámica del mercado libre no se puede copiar y la pretensión de programar a partir de precios que en la realidad sólo duran un segundo está condenada al fracaso. Es lo que ocurre en Chile en las áreas donde el Estado es activo, como la educación y la salud. Y es lo mismo que ocurría en el pasado, cuando los gobernantes llegaron a fijar hasta el precio de las misas cantadas. La libertad es riesgo, y esto es otra cosa que los socialistas no comprenden y tratan de evitarlo, legislándolo todo. La verdad es que no estamos en el Paraíso y que todo es imperfecto, pecaminoso y riesgoso, los mercados incluidos. En estos, lo razonable es ampliar la competencia con el objeto de eliminar las trabas, generalmente derivadas de leyes e intervenciones oficiales.
El riesgo y la desigualdad son propios de la condición humana, desde que Adán comió el fruto prohibido. Sin ellos no habría desarrollo, como en el Paraíso, donde en lo material se trataba de un equilibrio de estado estacionario.
Los individuos van reduciendo los riesgos y la desigualdad, en la dinámica de los mercados productivos o mediante la solidaridad, atributo personal -no social-, que se desnaturaliza cuando se estatiza, como les gusta a los socialistas de todos los partidos, incluyendo a algunos sacerdotes que olvidaron todo lo relativo al pecado original.
Cada persona tiene sus capacidades y habilidades obtenidas de variadas formas. Estos individuos creando, produciendo, trabajando e intercambiando consiguen ingresos, pero sólo si, a su vez, satisfacen las necesidades de los demás. Al trabajador no lo contratan por sus lindos ojos, sino porque hace un aporte a la producción. Y el empresario más sinvergüenza no conseguirá utilidades si su producción no es demandada por los consumidores. Si éste repudia el servicio, por mala calidad o precio alto, el capitalista saldrá del mercado desplazado por la competencia.
La competencia es cada vez más intensa, en especial por la globalización, y significa precios más bajos, mejor calidad, desarrollo, empleos y aumento del bienestar. Genera progreso técnico y mayor productividad, con el consiguiente aumento de las remuneraciones y la reducción de la pobreza. Todo esto sin que el Estado se meta, excepto en hacer respetar las leyes. Las habilidades y el conocimiento lo tienen los individuos, y sólo se podrán aprovechar "socialmente" si se les deja interactuar con libertad en los llamados mercados, que no son algo cruel, frío, misterioso, determinista ni impersonal, como creen muchos políticos, intelectuales y hombres de Iglesia, sino las propias personas que, al intercambiar de todo, generan los precios. Estos son pura información para consumidores, productores, comerciantes y trabajadores, información que se pierde cuando las autoridades, desde presidentes elegidos a monarcas absolutos, pasando por variados dictadores, intervienen fijándolos, con regulaciones, impuestos, aranceles, regalos a grupos de interés o prohibiciones, siempre con muy nobles propósitos, en la ilusión de proteger a desvalidos o guiar a personas que consideran como incapaces o menores de edad.
Así, los precios se distorsionan y los recursos escasos, comenzando por las personas, se asignan mal y las sociedades dejan de crecer, llegando, en el extremo, a modalidades tribales o primitivas, con la pobreza consiguiente. Los gobernantes, por más sabios que sean, nunca lograrán juntar en una oficina central la información y el conocimiento dispersos en millones de individuos y por eso la planificación central falla siempre.
La dinámica del mercado libre no se puede copiar y la pretensión de programar a partir de precios que en la realidad sólo duran un segundo está condenada al fracaso. Es lo que ocurre en Chile en las áreas donde el Estado es activo, como la educación y la salud. Y es lo mismo que ocurría en el pasado, cuando los gobernantes llegaron a fijar hasta el precio de las misas cantadas. La libertad es riesgo, y esto es otra cosa que los socialistas no comprenden y tratan de evitarlo, legislándolo todo. La verdad es que no estamos en el Paraíso y que todo es imperfecto, pecaminoso y riesgoso, los mercados incluidos. En estos, lo razonable es ampliar la competencia con el objeto de eliminar las trabas, generalmente derivadas de leyes e intervenciones oficiales.
El riesgo y la desigualdad son propios de la condición humana, desde que Adán comió el fruto prohibido. Sin ellos no habría desarrollo, como en el Paraíso, donde en lo material se trataba de un equilibrio de estado estacionario.
Los individuos van reduciendo los riesgos y la desigualdad, en la dinámica de los mercados productivos o mediante la solidaridad, atributo personal -no social-, que se desnaturaliza cuando se estatiza, como les gusta a los socialistas de todos los partidos, incluyendo a algunos sacerdotes que olvidaron todo lo relativo al pecado original.